Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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Legislatura: 1882-1883 (Cortes de 1881 a 1884)
Sesión: 11 de mayo de 1883
Cámara: Congreso de los Diputados
Discurso / Réplica: Discurso
Número y páginas del Diario de Sesiones: 107, 2436-2438
Tema: Elecciones municipales verificadas en Madrid, y dimisión de algunas autoridades de la provincia a consecuencia de ellas

El Sr. PRESIDENTE: El Sr. Presidente del Consejo de Ministros tiene la palabra.

El Sr. Presidente del CONSEJO DE MINISTROS (Sagasta): La cortesía me obliga a empezar mi rectificación por la que debo al Sr. Romero Robledo. Seré breve. Su señoría es impenitente y ha venido a repetir lo mismo que había dicho antes, como si yo no hubiera hablado una sola palabra; pero al fin, aunque yo para corresponder a S. S. tendría que repetir lo que antes dije, me parece que no debo molestar en ese sentido la atención del Congreso.

Su señoría ha tratado mal a la mayoría de esta Cámara y a la mayoría del Senado, y no sólo a las mayorías, sino al Congreso y al Senado, suponiendo que no representan la opinión pública, y además que no la han representado jamás, porque el actual Senado y el actual Congreso no son más que el resultado de la violencia. Francamente, después de haberse discutido la conducta del Gobierno en la cuestión electoral; después de haber examinado una por una las actas de los Sres. Diputados; después de constituido el Congreso, me parece demasiado duro afirmar lo que S. S. dice, y créame S. S., esa exageraciones no perjudican a nadie más que a S. S. El Congreso se queda con su autoridad, el Senado con la que le corresponde, y uno y otro Cuerpo Colegislador tienen autoridad bastante para que las leyes que de ellos emanen merezcan el debido respeto y acatamiento; y créame S. S. que no hace bien en emplear esas exageraciones. Su señoría no ha comprendido cuál fue mi prudencia cuando no quise contestar a la interrupción del Sr. Cánovas del Castillo cuando al decir yo que las Cortes representan la opinión pública, el señor Cánovas del Castillo me interrumpió diciendo: también las nuestras la representaban. Desde el momento en que S. M. el Rey, según la opinión, y sobre todo según la opinión de los conservadores, es el símbolo más elevado de la soberanía nacional, desde ese momento en que S. M. disuelve las Cámaras, puede y debe creerse que había grandes motivos para dudar de que esas Cámaras estuvieran de acuerdo con la opinión pública.

De todos modos, no debieron representar aquellas Cortes la opinión pública, cuando S. M. el Rey, en uso de su libérrima prerrogativa, creyó conveniente disolverlas en la idea de que no la representaban, y juzgó preciso consultar de nuevo la voluntad del país.

Sobre si somos o no bastante liberales, nada tengo que decir. Su señoría se guarda su opinión, los hechos la contradicen, y yo me guardo la mía.

Se señoría ha vuelto a ocuparse de causa Monasterio y nos ha hablado de coincidencias. Estas coincidencias son: primera, que el Presidente del Consejo de Ministros tenía íntima amistad con la familia del reo. Pues esto no es exacto. Ni yo conozco ni quiero conocer al reo ni a la mayor parte de su familia. (El Sr. Romero Robledo: A su tío.) Conozco algunos de sus parientes; pero aunque tuviera relaciones íntimas con la familia, ¿basta eso para echar la sombra de la sospecha en la reputación de un hombre, para que se crea que no sólo olvida los compromisos que le impone este sitio, sino los deberes de toda conciencia recta? ¿Basta que uno tenga o deje de tener relaciones con el que haya tenido la desgracia de delinquir, para suponer que la justicia no ha de encontrar un camino expedito?

Pues dígame S. S., ¿no se ha declarado S. S. aquí en pleno Parlamento amigo íntimo de algún procesado cuya causa en último resultado no produjo castigo para él? (El Sr. Romero Robledo: ¿De qué procesado?) Siendo S. S. Ministro de la Gobernación, se declaró amigo de algún procesado, y de la causa no resultó nada, y a nadie se le ocurrió decir que esa amistad había contribuido a aquel resultado. (El Sr. Romero Robledo: ¡Si no hubo causa! -El Sr. Cos-Gayón: Y aquí ha habido un asesinato.)

Yo puedo asegurar a S. S. que en este país, donde es tan fácil pedir y conceder recomendaciones, a mí no se me ha pedido recomendación ninguna sobre ese asunto y no he tenido de él más noticia ni otros datos que los que me ha suministrado la prensa.

Otra coincidencia. Que se falseó la herida. Y en eso ¿qué tiene que ver el Gobierno? ¿No recuerda S. S. que hace poco tiempo, siendo S. S. Gobierno, un magistrado fue encausado porque hubo también una falsificación de herida en un proceso? Pues nadie atribuyó al Gobierno de entonces la falsificación ni le pidió responsabilidad por ello.

Otra coincidencia. Que el Sr. Ministro de Gracia y Justicia ha sido defensor. ¡Ah, Sr. Romero Robledo! ¿Se arroja así sobre un hombre la sospecha de que puede faltar a los deberes que le impone el cargo que debe a la confianza de S. M. y a las obligaciones que también le impone su recta conciencia? ¿Se puede insinuar eso de un hombre que toda la vida ha dado pruebas de rectitud y de probidad? ¿Se puede hacer eso con un hombre que por su trabajo, por sus títulos, por sus merecimientos, ha llegado a alcanzar el más alto puesto a que legítimamente se puede aspirar en un país regido por instituciones representativas? ¿Se puede impunemente arrojar la sombra de la desconfianza y de la sospecha sobre la reputación de un hombre que ha merecido siempre la estimación de sus conciudadanos y el cariño y la distinción de sus correligionarios? ¿A dónde vamos a parar si se entra en ese camino?

Otra coincidencia. El ascenso del teniente de orden público. Yo, en cuanto tuvo lugar aquí la discusión de ese asunto, tomé informes del gobernador de Madrid y del Ministro de la Gobernación, y resulta lo siguiente: que ese teniente de orden público dio cuando ocurrió ese desagradable suceso, en el mes de junio, me parece, dio su declaración como tuvo por conveniente; que después, me parece que fue en el mes de septiembre, ocurrió un incendio en el cual prestó servicios extraordinarios y señaladísimos, hasta el punto de que el señor gobernador de Madrid aquella misma noche le propuso con otros varios para un premio al Sr. Ministro de la Gobernación, el cual premió en efecto a ese teniente de orden público y a varios agentes que como él prestaron eminentes servicios, sin que supieran, ni el gobernador que lo proponía, ni el Ministerio de la Gobernación que le premiaba, sin que supieran que había prestado declaración en una causa, ni mucho menos que había dado la segunda declaración; y mucho tiempo después de todo esto es cuando el fiscal ha reclamado contra ese teniente de orden público, porque la segunda declaración parece que no estaba en armonía con la primera.

¿Qué tiene que ver una cosa con otra? Ese teniente pudo muy bien ser premiado por aquel mérito y después pudo haber dado lugar para ir a presidio; y si lo merece, que yo no puedo creerlo, que sufra este castigo o el que proceda; pero el premio que se le ha dado, bien dado está. ¿Da lugar esto a creer que el Gobierno haya podido influir en su declaración? Señores, no se puede apelar a esta clase de armas, no se puede llevar la sospecha hasta esos límites, porque entonces no ha- [2436] bría honra posible, ni habría probidad ninguna en pie, ni quedarían jamás autorizados y respetados los buenos servidores de la Nación.

No quiero hablar de lo de la alcaldía de Madrid. El Sr. Romero Robledo no lo quiere comprender. El deber y la amistad claro es que estaban en lucha, porque yo sentía desprenderme de un amigo que me era tan leal en ese puesto, como me lo será en otro, y como me lo ha sido siempre; pero como al mismo tiempo no podía dominar la dificultad que surgía frecuentemente entre las dos autoridades, como la habrá siempre, no lo dude el Sr. Romero Robledo, y S. S. sabe, y por eso cuando ha sido Ministro de la Gobernación ha procurado una cosa que no quiero ahora decir; por consiguiente, mi lucha estaba entre el deber de impedir ese constante conflicto entre dos autoridades, y el amigo a quien tenía que abandonar. Pero ¿choca esto al Sr. Romero Robledo? Pues qué, ¿no son amigos de S. S., y muy íntimos, y no lo son del Sr. Cánovas y de todo ese partido, el Sr. Elduayen y el Sr. Bugallal? Pues a pesar de ser muy amigos de SS. SS., a pesar de pensar como SS. SS. en política, y a pesar de ser sus correligionarios, S. S. tuvo que luchar entre el deber y la amistad, y optó por el deber, destituyendo a uno y a otro. (El Sr. Romero Robledo: No luché; ya lo explicaré ahora.) Yo me encontraba con dos dignísimas autoridades, pero desgraciadamente en lucha por celo de su autoridad; porque es difícil, como dije antes, que haya un alcalde que tiene cierta altura política, que es presidente de un Ayuntamiento de tanta importancia como el Ayuntamiento de Madrid, que se avenga bien con un gobernador, también de altura política y dotado también de personal importancia; y yo quería ver de evitar esta dificultad, haciendo que una de las dos autoridades no fuera política, porque al mismo tiempo me daba a mí la ocasión de empezar a hacer entender que no quiero, que no quiere el Gobierno que el Ayuntamiento haga política, y yo quiero, y el Gobierno quiere, que se prefiera la administración a la política, y debíamos dar el ejemplo empezando por el Ayuntamiento de Madrid.

Pues el dignísimo gobernador, con cuyos servicios está el Gobierno satisfecho, no podía dejar de ser político, y el alcalde podía dejar de serlo, y además es conveniente que no lo sea.

Ahí tiene, pues, explicado el Sr. Romero Robledo por qué ha optado el Gobierno por la admisión de la dimisión del alcalde y no por la del gobernador. Por consiguiente, ¿qué le choca a S. S. esta lucha entre el deber y la amistad, para irse a buscar sombras y recelos? (El Sr. Romero Robledo: Soy caviloso.) Pues no lo sea S. S.; y si lo es, buen provecho le haga; yo no tengo nada que ver con sus cavilosidades.

Pero debo protestar de otra cosa. Se ha vuelto a hablar del Ayuntamiento de Madrid, y yo declaro que se habla sin razón. Del Ayuntamiento de Madrid se habla ahora como se ha hablado en casi todas las ocasiones, pero sin razón ninguna; y si hay razón, porque en efecto el Ayuntamiento de Madrid no cumpliera con su deber, esto no puede achacarse ni atribuirse a la situación actual, porque el Ayuntamiento de Madrid está representado por personalidades importantes de todos los partidos. Y si el Ayuntamiento falta a su deber de cualquier modo, ¿por qué lo consienten los representantes que el partido conservador tiene allí? ¿Han protestado? ¿Se han retirado del Ayuntamiento? Pues son tan responsables como los demás; y si en efecto hubiese inmoralidad en el Ayuntamiento, y ellos lo consienten y son cómplices, son cuando menos correligionarios bien poco envidiables. Y no quiero continuar este debate, que ya fatiga a la Cámara y que fatigará al país de seguro.

Voy a contestar a mi distinguido amigo el Sr. Moret. Su señoría se ha quejado de mi desvío; S. S. no tiene razón. No es desvío lo que yo he tenido hacia S. S. y sus amigos; lo que he tenido ha sido disgusto, ha sido sentimiento de ver cómo S. S., con el mejor deseo, llevaba la cuestión y pretendía realizar su aspiración, que pudiera ser la de todos nosotros. Y como su señoría ha confesado que había cierta inteligencia y cierta armonía con el partido conservador, yo, quizás por celos, veía con cierto disgusto esa armonía que me parecía que no era la más a propósito para conducirnos a la unión y al abrazo fraternal entre nosotros.

Yo voy a decir a S. S. una cosa en confianza, y es, que yo no me fío tanto del partido conservador como parece que se fía S. S.; que no lo oiga el partido conservador (Risas.), que no hay necesidad de reñir por eso; como S. S. se fiaba tanto del partido conservador, de ahí mi recelo y mis vacilaciones en unirme a S. S. y a sus amigos; desde el momento en que, guardando todos al partido conservador las consideraciones que le son debidas, se coloque cada cual en su puesto y dejemos al partido conservador con su bandera, con sus principios y con sus aspiraciones, nosotros podemos perfectamente entendernos; yo tengo la seguridad de que ya lo hubiéramos hecho, si todos hubieran pensado como S. S., que nos ha dicho: "ante la Patria y la libertad, ¿qué importan las fórmulas? " Pues eso mismo decía yo: si esa unión es tan importante para el país, ¿por qué nos ponéis el obstáculo invencible de la Constitución de 1869, que nosotros no podemos aceptar?

Desde el momento en que las fórmulas no sirvan para nada, podemos unirnos perfectamente. ¿De qué manera? De la manera que se unen los hombres serios: nosotros seguiremos presentando en proyectos de ley las soluciones liberales; vosotros las discutiréis en sus detalles, porque ni aun entre individuos de un mismo partido puede haber conformidad en todos los detalles de una solución determinada; basta con que estén unidos en lo esencial; desde el momento en que aceptéis la base de nuestro pensamiento político traducido en proyectos de ley, nuestras aspiraciones comunes han de traernos, sin pensarlo siquiera, a un encuentro, y estrechamente unidos formaremos con el transcurso del tiempo la grande agrupación liberal.

Decía el Sr. Montero Ríos, y decía también el señor Moret, que necesitaban sacrificar su ideal. No; no me necesitáis sacrificar nada, porque yo no os hablo de la Constitución de 1869, y os voy a decir por qué. No sólo prescindimos nosotros de la Constitución de 1869 después que se hizo la de 1876, sino que en la parte esencial, en lo que se refiere a las altas instituciones del país, habíamos prescindido ya desde que la de 1876 se discutió. Voy a hacer un recuerdo al Sr. Morte. Discutíase la Constitución de 1876, y la combatimos nosotros con todas nuestras fuerzas; pero llegó el título que se refiere a las instituciones fundamentales; hubo un acuerdo en la Cámara para que ese título no se discutiera, y nosotros admitimos de una sola vez la Constitución de 1876 en ese punto. ¿Qué queda, pues, de la Constitución de 1869? El desenvolvimiento de los derechos individuales. Pues si los vamos a traducir en leyes, si esos principios son la base de nuestros proyec- [2437] tos, ¿qué diferencia hay entre vosotros y nosotros? Ninguna en lo esencial; estamos de acuerdo en que a las instituciones fundamentales no se toque, sería peligroso tocar: pues si estamos de acuerdo en eso, no puede quedar más que la cuestión de amor propio de que se hayan de consignar los derechos individuales de la misma manera que lo estaban en la Constitución de 1869.

Pues a mí me parece más práctico el consignarlos dentro de la Constitución vigente, convirtiéndolos en leyes, como lo ha iniciado ya y está dispuesto a continuar haciéndolo el partido a cuyo frente me hallo; de esta manera, sin que nosotros vayamos a vosotros ni vosotros a nosotros, nos podremos encontrar como se encuentran las individualidades, las fracciones y los partidos; como se encuentran los hombres que están decididos a vigorizar una grande agrupación con nombre de las instituciones y de la libertad y para bien de la Patria. [2438]



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